CRÍTICA












 






LA DIARIA - 30 junio 2011
Un Ionesco redondo en el Circular
¡El rey ha muerto, viva el rey!

Georgina Torello
La puesta de El rey se muere, de Eugène Ionesco, dirigida por Alber-to Zimberg es tan circular como el espacio que la acoge (la sala 1 del teatro Circular): circular es el vinilo del suelo, cosmos abstracto; circu-lares son las lámparas con caireles brillantes y livianos; giratorio es el trono del rey y de confección on-deada; a lo circular remite también su silla de ruedas. Desde que el te-lón rojo abandonó el teatro, sin esperanzas de volver, la escenografía (o su franca ausencia) supone, en la mayoría de los casos, el primer con-tacto del espectador con la fábula, alude a coordinadas espaciales, es-tilísticas y simbólicas en las que se puede anticipar, allí se enmarcará la obra; es la piedra de toque para pensar la coherencia o incoherencia interna de los distintos mate-riales escénicos, como actuación, vestuario, música, iluminación, et-cétera. En la puesta de Zimberg (a cargo de las escenógrafas Claudia Schiaffino y Beatriz Martínez), esta escritura tridimensional en el espa-cio -se la llama así por oposición a los telones pintados de antaño, inaugura un mecanismo escénico compacto que da cuenta, con luci-dez, de las tensiones internas de la obra ionesquiana. A diferencia de la engañosa Cantante calva, El rey se muere se concentra, literalmente, en el de-ceso inminente del monarca; es su preparación para el fallecimiento tras una vida dilatada, exagerada, grotesca (277 años y tres meses, según la reina Marguerite, su pri-mera esposa). Y aunque, ionesquia-namente, se pronuncie un “Tú te morirás dentro de una hora y me-dia, morirás al final del espectácu-lo” que hace salir de la ficción a los espectadores para sumergirlos en la hilaridad del tiempo real, realmente consumido en la función, el juego actoral sutura rápidamente el vacío abierto por la metateatralidad, pues el acento está en otra parte. Como eje organizador del ciclo vital y su contraparte (la extensión infinita de la vida como pretendería el rey, con la sátira ideológico-políti-ca que eso implica), el director elige esa circularidad que la escenografía anticipaba. Si pensamos que la escritura de la pieza, según palabras del mismo Ionesco, fue practicada como una manera de exorcizar la muerte, la concentración zimber-giana en torno al círculo es una exa-cerbación del juego propuesto y, en definitiva, un camuflado, moder-no memento mori: por una cornisa trágica camina toda la comedia, a pesar de los muchos momentos desopilantes y, con una gravedad exquisita, termina. Varios “¡Bérenguer!” y “¡Viva el rey!”, repetidos cíclicamente, des-de fuera de la escena y su posterior aparición, junto a las dos reinas, en un carro que transita por el escena-rio empujado por sirvientes, ligan el espacio a la representación (otro de los lujos del espectáculo es el ves-tuario suntuoso de Paula Villalba, coronas incluidas). La procesión carnavalesca que remite al rito perpetuo, condensado en la figu-ra eterna del rey como institución, es desmontada, sin embargo, por la conversación entre las mujeres sobre su muerte inminente. Las actuaciones inauguran la acción en clave grotesca para de-sarrollarla a través de diferentes estrategias: gestos surreales (Mar-guerite, interpretada por Carla Moscatelli, domina telequinésica-mente a Marie, la segunda, a través de movimientos rápidos de mano), signos estereotipados (Marie, por Leonor Svarcas, balancea seduc-ción y relax, sin salir nunca de su personaje), posturas caprichosas (Juliette, la criada/enfermera, por Noelia Campo, superpone para su personaje la canónica pose sumisa a una insurrección desenfadada del lenguaje), constancias (risa y nega-ción para el rey, compuesto por Ro-berto Bornes, formalidad y rigidez en el caso de Sebastián Serantes y desborde, marcado por un maqui-llaje excesivo como ningún otro del elenco, para Sergio Muñoz). Como una partitura, El rey se muere sugiere distintas variaciones, pero no pierde nunca la melodía central, es un aparato elegante en el que todo está milimétricamente programado, algo que pasaba con Los padres terribles, también diri-gida por Zimberg, en 2009 (y no es baladí recalcar el salto temporal que va desde 2009 a este 2011: a contra-corriente de varios artistas del me-dio, el director parece preferir, para llevarlo a terrenos más gourmet, la slow food a la fast food). La variación más notable (la cereza de una torta más que suculenta) lo toma a uno sobre el final del espectáculo, cuan-do tras el preámbulo a la muerte (de una hora y algo, como anuncia la reina), la muerte efectiva rescata gravedad y ritual. Sin carnaval ni falsetes Carla Moscatelli, con una voz y una presencia escénica nota-bles, cambia hábilmente el registro: en la oscuridad (la iluminación de Martín Blanchet logra cancelar la escenografía, evapora el espacio) lo prepara, lo aconseja, lo ayuda, cerrando ceremoniosamente su ciclo vital (el penúltimo círculo).  El último círculo sucede ya termi-nado el espectáculo. Durante los aplausos del público los actores, en su agradecimiento, retoman el carro y recorren el escenario, ova-cionando al rey como al principio. El recurso archiusado de la simetría entre el principio y el final (la misma frase, la misma situación, el espec-táculo que vuelve sobre sí mismo) no es gesto banal de remate, sino comentario sobre la ilusión y el pac-to con el público; un retorno desde afuera. Los actores, terminado todo, prolongan la circularidad hacia el orden de lo real: homenajean a sus copias ficcionales.
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LA REPÚBICA - 28 junio 2011
Obra de Ionesco reexaminada
Esta revisión suscita la polémica: algún crítico sostuvo que Ionesco había faltado a la cita. Nosotros disentimos. Esta versión, todo lo burlesca que se quiera, es Ionesco hoy.

Jorge Arias
Parecería que hay algo muy divertido en un rey que se muere; y en particular, siempre que hemos visto la obra de Ionesco hemos visto también, o creído ver, que los actores, y en particular aquel que encarna al rey (aquí Roberto Bornes) se divierten con la agonía, como si algo generalmente tan salvaje como la muerte se hubiera domesticado y pudiéramos jugar con ella como con un gato o un perrito. Es un exorcismo; pero basta creer algo, por poco que sea, en los exorcismos para hacerlos eficaces.
La puesta en escena de Alberto Zimberg acentúa el aire de juego que siempre tiene Ionesco, con un movimiento escénico dotado de un firme ritmo y muy precisos y difíciles giros de los personajes sobre una plataforma rodante que parece uno de esos adminículos con que los hoteles hacen más fácil el llevar y traer de las valijas, un vestuario de colores deliberadamente chillones, una banda sonora siempre renovada y sorprendente.
La atmósfera resultante es Zimberg en estado puro: velocidad, alegría, juego, precisión: las mismas cualidades que registró en "Anhelo de corazón" de Caryl Churchill y en la premiada con el "Florencio" "Los padres terribles" de Jean Cocteau.
Creemos que esta puesta en escena contiene, deliberadamente o no, una parodia y a la vez una crítica, a través de la parodia de toda la obra de Ionesco, un autor que disfrutó de un prestigio extraordinario cuando aparecieron sus primeras obras, en particular "Rinocerontes"; un autor cuyo mérito artístico nos resultó desde siempre bastante dudoso.
Esta revisión, sea como fuere, suscita la polémica: algún crítico sostuvo, al terminar la función que Ionesco había faltado a la cita. Nosotros disentimos.
Sostenemos que esta versión, todo lo burlesca que se quiera, es Ionesco hoy. Más aún, sostenemos que el mundo en que vivimos es mucho más absurdo, mucho más siniestramente cómico que Ionesco.
La actuación, como es usual en las puestas en escena de Zimberg, fue muy cuidada y hasta de especial exigencia hacia los actores. Se destacaron, en un elenco que merece todos los elogios, Roberto Bornes y Carla Moscatelli.

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Semanario Búsqueda - 30 junio 2011
Esperando la carroza





Javier Alfonso

 Alberto Zimberg lo hizo de nuevo. Es casi un out-sider del teatro uruguayo. Luego de sorprender en 2006 con aquel ensayo sobre la espera que fue "Anhelo del corazón" de Caryl Churchill, y de ganar el Florencio en 2009 con ese tratado sobre la educacón familiar que es "Los Padres Terribles" , de Jean Cocteau, ahora vuelve a presentar otro gran espectáculo, que no anda con rodeos y que se mete con el asunto que más preocupa al ser humano desde siempre: la muerte. Y se mete, además con una de las vacas sagradas del teatro del absurdo: el franco-rumano Eugéne Ionesco.
   La dificultad de esta historia es que, justamente, no hay historia, sino más bien una situación: un rey que se muere y lo que pasa por su cabeza y su cuerpo desde que la parca sale a buscarlo hasta que lo encuentra. La decadencia del poder, o de un gobernante en caída libre,  es de las situacones más lamentables que puede ofrecer la humanidad como género. Y esa bancarrota moral estámuy bien representada por ete elenco, que logra un altísimo grado de teatralidad y contagia  esa sensación de desolación desde el humor, pero sin excesos chistosos o actuaciones demasiado jugadas a la parodia.
  Zimberg dirige con el tono justo esta comedia trágica en la que se destacan Roberto Bornes y Noelia Campo, quien al mismo tiempo demustra otra veta más realista estos días en "Shangai". La escenografía y utilería, en base a varillas torneadas, carroza incluida, es perfecta para la caricatura. No deje de verla.
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Diario El PAIS -  19 de junio

Notable versión de "El rey se muere" en el Circular

Sobresaliente. Ionesco según Alberto Zimberg y su elenco

CARLOS REYES
El equipo que llevó adelante "Los padres terribles", de Cocteau, obra que ganó el Florencio al mejor espectáculo, jugó ahora su carta siguiente. Es "El rey se muere", y con ella Alberto Zimberg y su elenco vuelven a mostrar talento y manejo del oficio.
Las medianoches del Teatro Circular ya son un referente, en especial para el público joven, pero también para un rango más amplio de espectadores. En ese horario ideal para noctámbulos se han dado obras de gran interés, entre ellas Mi muñequita, Las Julietas y Vian de Vian, entre muchas otras. Ahora se está presentando, los viernes y sábados a las 23.45 horas, este atrapante texto del gran franco rumano Eugene Ionesco, puesto en escena con mucho esmero.
Algunas de las audacia concretadas en Los padres terribles y en los montajes anteriores de Zimberg, se retoman e incluso se mejoran en este planteo, entre absurdo y metafísico, sobre el poder omnímodo y la muerte. Entre esos elementos destaca que siendo un teatro de texto, y con apoyo en las interpretaciones, hay mucho y vivaz juego físico de los actores, que por suerte no se limitan a decir sus parlamentos.
Claro que la eficacia de los actores, y el conocimiento que tienen del trabajo en equipo, está en la base del buen resultado. Empezando por Roberto Bornes, quien da vida a un rey medio tonto y caprichoso, que sin embargo tiene bastante para decir. En ese sentido, Ionesco (1909-1994) supo resolver las cosas para que los personajes menos lúcidos sean capaces de decir incluso las mayores verdades.


Al rey lo acompaña un séquito de buenos intérpretes, entre ellos tres mujeres de mucho carácter: Carla Moscatelli, Leonor Svarcas y Noelia Campo. Las tres, desde sus distintos roles y con papel de diferentes exigencias, se complementan perfectamente, con actuaciones frescas e intensas. Una vez más, Campo da muestras de ser en el escenario una actriz completa, seria, rigurosa, que no necesita apoyarse en su popularidad conquistada a través de la televisión.
Otro intérprete que destaca es Sergio Muñoz, quien consigue armar un personaje de mucha fuerza y personalidad. Al trabajo se suma otro actor que sería bueno ver más en los principales escenarios de Montevideo: Sebastián Serantes, un verdadero artista de la escena, que infunde una mezcla de comicidad y refinamiento a cada una de sus creaciones.
Más allá de los desempeños individuales, esta versión de El rey se muere cuenta con fuerte apoyo de los rubros técnicos, que además están muy bien integrados al conjunto. Al respecto, el director elige para la puesta en escena una serie de accesorios (carrito, trono y demás elementos de utilería) que dinamizan y embellecen el montaje, aparte de formular un inteligente juego de objetos.
En suma, Zimberg, como ya había hecho con Los padres terribles, toma un texto de referencia de la literatura teatral del siglo XX (con mezclas explosivas de humor, absurdo, crueldad y reflexión) y lo trae al presente con una dinámica escénica propia, incorporándole cantidad de aspectos que potencian su sentido, y a la vez hacen que el montaje sea muy entretenido para el espectador. Además, sobre el final, la creación de climas remata una puesta en escena valiosa, que esperemos siga mucho en cartel.
 http://www.elpais.com.uy/110719/pespec-580760/espectaculos/notable-version-de-el-rey-se-muere-en-el-circular/

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Semanario Brecha - Viernes 22 de Julio.



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Solo se trata de morir Por Leonardo Flamia

publicado a la‎(s)‎ 03/08/2011 08:13 por Semanario Voces



La población del reino casi ha desaparecido, el sol se deteriora, los planetas chocan y explotan, el palacio está en ruinas… Evidentemente no es el rey el único que se muere en esta obra ¿O si? Pretender dar un significado unívoco a una obra de Ionesco puede ser considerado un atentado contra los postulados estéticos del dramaturgo franco-rumano, pero su teatro del absurdo “nihilista” como se lo ha llamado, su postura que impersonaliza al lenguaje (lengua y habla) y que aísla a los individuos al no permitirles comunicarse realmente, es coherente con una lectura de esta obra que plantee que la muerte del protagonista implica la muerte de su mundo, y no hablamos de una postura solipsista psicológica sino de algo más metafísico, realmente un mundo se desintegra y agoniza con su rey, y desaparece con él.

Paradojalmente hay en el texto algo así como alumbramientos a partir del dolor, de la cercanía de la muerte, algo extraño a otros textos ionescanos pero no alejado de ciertos postulados del absurdo, el descubrimiento de algo en su contrario, incluso del dolor ajeno, “¡Qué hermoso es un vestido feo!” le dice Berenguer en un momento a su criada, y sigue “El dolor se atenúa, desaparece... ¡Que alivio! ¡Qué feliz se siente uno después!” (…) “¡Respiras! ¿No piensas nunca en que respiras? Piensa en ello ¡Recuérdalo! Estoy seguro de que no prestas atención. ¡Es un milagro!”

Todo esto se vincula directamente a una declaración de Ionesco acerca de su forma de trabajar titulada Sobre mí mismo, allí afirmaba “La obra, considerada en su totalidad, es una imagen del universo interior proyectada sobre el escenario” (…) “Pero este mundo individual lleva dentro de sí al universal. Cuando se logra liberar, desvelar este mundo interior, se forma según la imagen del universo exterior” (…) “Si yo me descubro a mí mismo, si me revelo a mí mismo, me pongo en camino de investigar el alma colectiva y puedo, además, lograr ser universal. Los muros sociales nos separan; pero la soledad nos acerca los unos a los otros”. Si vemos la cercanía de la muerte como la soledad más absoluta de quien la experimenta, hay en El rey se muere un intento claro de comunicación trascendiendo el lenguaje. Siguiendo con Sobre mí mismo “Naturalmente, yo siento también el reclamo de lo social, siento que el mundo, la sociedad, los hombres, están perdidos para sí mismos y que viven en medio de convenciones, costumbres y fórmulas, una vida mecanizada que llevan al embotamiento más total; esto es, ya no están en la vida.”

En esa dicotomía del interior universal versus exterior temporal, Ionesco es conciente de que su discurso responde a un tipo de “universal” por contradictorio que parezca esto, en una conferencia sobre el teatro de vanguardia afirmaba “No comprendo, por mi parte, cómo se puede tener la ambición de dirigirse a todos, de contar con la ambición unánime del público (…) Uno puede dirigirse cuanto más a la gran mayoría y, en ese caso, solo se puede hacer teatro demagógico o teatro de confección. Cuando queremos dirigirnos a todos, no nos dirigimos en realidad a nadie.”

¿Pero quién es ese Berenguer I? ¿A quién se dirige Ionesco a través de él? ¿Qué mundo se desintegra con él? Berenguer I fue, según se dice en la misma obra, quién robó el fuego a los dioses, inventó la fabricación del acero, construyó el primer aeroplano, inventó las guadañas, los arados, las cosechadoras,  el primer tanque de guerra, construyó Roma, Nueva York, Moscú, París, hizo las revoluciones, las contrarrevoluciones, la religión, la Reforma, la Contrarreforma, escribió “La Ilíada”… De los hombres particulares surge “el” hombre pareciera, pero tampoco, es un tipo de hombre el que agoniza, y Ionesco ya lo había introducido en otras obras. El rey se muere es de 1962, en 1958 había escrito otra obra con un protagonista de nombre Berenguer, se llamaba Rinocerontes y denunciaba el avance de la epidemia totalitarista como se ha dicho, Berenguer allí era un oficinista que resistía a la epidemia de rinocerontitis, alguien que parecía querer seguir pensando desde su concepción de la vida, contra el “pensamiento único” de los rinocerontes. Cuatro años después de Rinocerontes Berenguer es un rey que muere, y con él una manera de ser del mundo. No es tan difícil encontrar una concepción humanista liberal en decadencia en estas obras.

La conciencia de sí mismo que tiene el espectáculo, que se desintegra con su protagonista es una de sus características quizá más obvias, y Zimberg parece hacerlo coincidir además con el espacio del Teatro Circular. Ese mundo que construye es circular, la escenografía, empezando por el trono, parece buscar hacer coincidir el mundo de la obra con el lugar donde se representa, pareciendo esto culminar hacia al final, con esas luces que se tragan la realidad de Berenguer acotando el espacio en todas las direcciones, hasta que apagan definitivamente al protagonista. Zimberg también parece acentuar el interés en la muerte de Berenguer de parte de algunos personajes, y esto aporta algo de humor a la puesta. “Es cómico porque es trágico” se lee en el programa, y ese parece ser el norte con el que se trabajó. Roberto Bornes está excelente con su Berenguer I, casi un Papá Ubú con connotaciones metafísicas, mientras que Leonor Svarcas y Carla Moscatelli construyen perfectamente a las dos reinas con personalidades complementarias, más hedonista e ingenua la primera, más preocupada por el poder la segunda. Sergio Muñoz vuelve a demostrar su enorme capacidad para construir personajes apelando a un trabajo físico que lo lleva a deformarse para formar a un médico con una parálisis parcial que por momentos nos recordó al Dr. Strangelove de Kubrick, otro profeta de la muerte. Quien sorprende trabajando en la misma línea de Muñoz es Noelia Campo, actriz que aquí muestra ser versátil, trabajar en un registro que uno jamás hubiera imaginado  para ella, y dar clases de cómo hacerlo. El ritmo es acorde a la farsa, favorecido por las características del teatro y algunos elementos escenográficos como los carros, aunque no hay aquí esa locura de Los padres terribles de Cocteau, el anterior trabajo de Zimberg. Y es que estamos ante algo más desolador, a pesar del ritmo y del humor, difícil de traducir en algunas pocas palabras. Lo recomendable es ir a ver la obra y experimentar la soledad de Berenguer mientras muere, y ver que nos dice a cada uno.



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